El 9 de agosto de 1847 se disparó el primer cañonazo de alarma, que avisaba a los vecinos de Ciudad de México que el Ejército de Estados Unidos ya había salido de Puebla
El destacado escritor José María Roa Bárcena, con veinte años de edad, fue testigo de la invasión del Ejército de los Estados Unidos en la Ciudad de México, la cual culminó con la pérdida de gran parte del territorio mexicano en 1848.
El expansionismo de Estados Unidos
Ya desde los inicios de nuestra vida independiente, el vecino del norte deseaba a toda costa expandirse hacia el sur, habiéndose hecho ya de los territorios de la Luisiana y la Florida.
Luego sobrevino la mal llamada independencia de Texas en 1836, en realidad una consecuencia lógica de la colonización con extranjeros, del paso en México del federalismo al centralismo y de que los norteamericanos alentaron a los “independentistas” para posteriormente anexar su territorio a los Estados Unidos.
A pesar de la reticencia nacional para reconocer a Texas como independiente, ese vasto territorio nunca se recuperó; por el contrario, se unió oficialmente a Estados Unidos en 1845, con lo que se suscitaron nuevas querellas por la cuestión de los límites fronterizos.
El inicio de las hostilidades
El 12 de enero de 1846 el presidente James K. Polk inició su agresiva campaña, ordenando al general Zachary Taylor que ocupara la franja de tierra que Texas reclamaba como propia, entre los ríos Nueces y Bravo.
El 11 de mayo la nación vecina declaró oficialmente las hostilidades bajo el pretexto de que nuestro país había traspasado la frontera con los Estados Unidos y derramado sangre de sus ciudadanos.
Nuestro ejército sufrió varias derrotas a orillas del Bravo, lo que provocó el desaliento y desmoralización de unas tropas ya de por sí insuficientes, débiles y agotadas.
El general estadounidense Winfield Scott nos atenazó por el este del territorio, el golfo de México, para tomar el puerto de Veracruz. Tras vencer a Antonio López de Santa Anna en Cerro Gordo, todavía en territorio veracruzano, avanzó hacia la capital por el llamado Paso de Cortés.
La llegada del Ejército Invasor
El 9 de agosto de 1847 se disparó el primer cañonazo de alarma, que avisaba a los vecinos de la capital mexicana que el invasor ya había salido de Puebla y se aproximaba:
Los nacionales ofrecieron resistencia denodada en las batallas de Churubusco, Padierna y Molino del Rey, entre agosto y septiembre.
“Al día de hoy, sigo lamentando amargamente que las diferencias entre Santa Anna y el general Gabriel Valencia causaran la derrota de Padierna, pues si bien la fortificación de la ciudad había sido excelente, la desunión y el caos, las envidias, celos y rivalidades que asolaron prácticamente toda la historia del siglo fueron también causantes de la irremisible pérdida de la capital,” escribió Roa Bárcena.
El general Nicolás Bravo solicitó a Santa Anna refuerzos para defender Chapultepec, pues la guarnición del fuerte estaba totalmente desmoralizada y había sufrido numerosas bajas, quedando reducida a apenas doscientos hombres. En respuesta, Santa Anna le envió al Batallón de San Blas, al mando de Santiago Xicoténcatl.
La Batalla de Chapultepec
Pero el 13 de septiembre se libró la batalla de Chapultepec, con sus defensores mermados y desmoralizados, por lo que el invasor tomó la fortaleza. En esa batalla tuvieron parte muy activa los alumnos del Colegio Militar, pereciendo el teniente Juan de la Barrera y los subtenientes Francisco Márquez, Fernando Montes de Oca, Agustín Melgar, Vicente Suárez y Juan Escutia, quienes, a pesar de su juventud, se comportaron con auténtico heroísmo. Además, fueron heridos 37 cadetes más.
El 14 de septiembre de 1847, a las siete de la mañana, apenas a veintiséis años de la entrada triunfal del Ejército Trigarante, el invasor norteamericano tomaba oficialmente la capital, haciendo ondear su bandera en Palacio Nacional.
“En mi cabeza aún resuenan los gritos, los insultos, el furor de las personas del pueblo, anonadadas ante la humillación. Era un hervidero de gente y parecía que los desalmados invasores se burlaran de nuestro pueblo, pues ondeaban su bandera desde Palacio, a un costado del reloj, mientras a todos nos comían el furor y la vergüenza. Fue el capitán Roberts el que la izó entre los vítores entusiastas de los yanquis. Una hora después llegaba el general Winfield Scott al Zócalo, siendo también aclamado y vitoreado por los suyos,” recordó Roa Bárcena.
Los enemigos que se alejaban de sus cuarteles eran apuñalados por la gente del pueblo, mientras que los invasores también hicieron gala de brutalidad al abrir casas a hachazos y acribillar a sus habitantes. A pesar de los llamados a la cordura y la civilidad que había hecho el Ayuntamiento de la capital, el pueblo indignado continuó batiéndose y disparando contra el enemigo todo el día 14 y el 15, incluso hasta el 16.